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Y es que hay ruinas que hablan de imperios

  • ginamoronaraujo
  • 15 jul
  • 1 Min. de lectura

Actualizado: 22 jul

De las piedras en el camino, y de los escombros.

Algunas son ruinas quebradas por el tiempo, con la herida abierta de una columna vencida,
con el eco de un mármol
que ya no brilla,
pero recuerda.

 

Hablan. Susurran. A veces gritan desde la entraña del pasado, desde la memoria sepultada que se resiste al olvido.

Las ruinas son el lenguaje de los imperios. De su gloria, de su caída. Son testigos de la soberbia, del deseo de eternidad que se estrella una y otra vez contra el implacable tiempo. El tiempo.

 

Grietas en donde hay polvo, y hay historia; miran desde lo alto de una columna rota, desde el arco que ya no conduce a ningún palacio, desde la estatua decapitada de un dios olvidado.

En donde hubo poder, donde se creyó en lo eterno. Y sin embargo, todo cayó.

Como la noche, como las rodillas, como el orgullo.


Las ruinas nos enseñan, sin hablar, que toda cumbre es un preludio al abismo. Que todo imperio, por vasto que sea, lleva en su núcleo la semilla de su fin. Que la eternidad, esa quimera que persiguieron emperadores y conquistadores, no reside en la piedra tallada sino en la memoria de quien la contempla.

 

Y sin embargo, hay belleza en las ruinas. Una belleza melancólica, sí, pero también serena. Porque no mienten. Porque ya no prometen sino contemplación.

 

Porque los imperios no mueren de golpe.
Se deshacen,
lento,
como un secreto
que el viento va arrancando de las piedras.

 

Hay más verdad en las grietas que en cien discursos.

 

Un ofrecimiento a preguntarnos a qué ruinas hablaremos cuando todo lo demás haya callado.

 
 
 

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