Sobre el lenguaje, el amor y lo que queda
- ginamoronaraujo
- 22 jul
- 2 Min. de lectura
Observar con cuidado lo que pasa.
Dejarlo en una especie de remojo.
Como si el alma, necesitara de una cuarentena para comprenderse.
Volver a observarla, entonces, con cierta indiferencia.
No importa si está dentro o fuera de los ojos.
Porque uno puede no estar, y seguir siendo.
Porque no elegimos. O no del todo.
No elegimos cómo se combinan las palabras,
y sin embargo, hablamos como si lo hiciéramos.
Como si fuéramos autores y no herederos.
La silla ya era la silla. Y la mesa, ya era mesa.
Aun así, todas las palabras pueden definirse también de otro modo.
En ese también está la magia.
En el "también de otro modo", donde una misma palabra
puede ser campo de batalla.
Porque toda palabra es disputa.
Y toda disputa, finalmente, es por lo real.
Nietzsche (que amaba las paradojas) dijo alguna vez que
la verdad no es más que un ejército de metáforas, en estado de combate.
Repito, la verdad no es más que un ejército de metáforas.
Y si eso es cierto, entonces la verdad es siempre una cuestión de poder.
Una cuestión política.
Una apropiación de la palabra,
una expropiación de los silencios.
Quizás por eso, los vencidos contamos.
Contamos historias. Contamos números.
El verbo español, más sabio que nosotros,
no distingue del todo entre enumerar y narrar.
Contar puede ser lógico o poético.
Una suma o una herida.
Y el amor no escapa a esta ambigüedad.
El amor es, también, una forma de contar.
Nuestras historias de amor son relatos, batallas
En las que lo dionisíaco y lo apolíneo se alternan.
Porque el amor tiene agenda, sí.
Y fecha de caducidad.
Pero también desborde, locura, regueros.
Y, como todo lo verdadero, siempre llega a destiempo.
Vivimos en una cronometría,
Hay amores que duran lo que una luna llena, o catorce.
Y hay otros que no terminan,
aunque nos hayamos ido.
No hay de otra, más que tener compasión con lo que queda,
De esa búsqueda devastadora,
pero hermosa.
Y dar las gracias
por lo que se ha ido.
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