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La mujer que nadie volvió a mirar

  • ginamoronaraujo
  • hace 28 minutos
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: hace 8 minutos

Dicen que en los primeros días del mundo hubo una mujer que no era del todo humana, ni del todo diosa, sino un sueño entre la tierra y el mar.

Su nombre era Medusa.


La gorgona llevaba serpientes que respiraban al ritmo de su sangre. Quien se atrevía a mirarla quedaba petrificado, no por maldición, sino por la pureza insoportable del asombro.


Los hombres, incapaces de entender lo que no podían poseer, inventaron su historia para temerle. La pintaron con colmillos de jabalí, alas de oro y pupilas que traspasaban la carne.

Y, sin embargo, bajo el rostro del monstruo latía la pena de una mujer que fue mirada hasta desgastarse, discípula moldeada por la fría mano de Atenea.


Los griegos  (que sabían hacer del miedo una forma de arte), tallaron su rostro en puertas, escudos y templos.

Lo llamaron gorgoneion, y creyeron que su imagen podía espantar todo, incluso el mal. Era la única cara que se atrevía a mirar de frente, como si en la piedra aún quedara un leve rastro de dolor humano.


Y es que antes del monstruo, fue una mujer de belleza tan extrema que enamoró al mar.

Poseidón abusó de ella en el templo de Atenea; y la diosa, herida en su orgullo, castigó a la víctima, no al dios.


Desde entonces, Medusa llevó su propia condena sobre la cabeza. Quizá ahí aprendió la fuerza de no suplicar, de no volver.

Se refugió en el lugar donde el mundo termina, y allí, en medio de su destierro, supo que la soledad puede ser también una forma de libertad.

 

Perseo, un héroe con la bendición de los dioses, fue enviado a matarla. Atenea le entregó un escudo que brillaba como un espejo, Hermes unas sandalias aladas, y Zeus, la espada que corta lo imposible.

El joven llegó a su cueva mientras ella dormía. No se atrevió a mirarla, la vio a través del reflejo del bronce de su escudo, y en ese instante, con la ayuda de la diosa, le cortó la cabeza.

Del cuello nació Crisaor, un guerrero dorado, y un caballo alado, el gran Pegaso, (sí, sí, el de Hércules).


Así, como si la muerte misma fuera portadora de milagros.


Con la cabeza de Medusa petrificó al titán Atlas (que aún sostiene el cielo), y al rey que lo había enviado, que quedó inmóvil en su trono de vanidad.

Luego, entregó la cabeza a Atenea, y la diosa, en un gesto que confundía culpa y poder, la hizo parte de su armadura.

Fue así como el horror cambió de nombre, y la herida se transformó en escudo.


Pero dicen que desde entonces Medusa no muere, que sigue mirándonos desde los muros, desde las monedas antiguas, desde los espejos donde nadie se atreve a sostener la mirada demasiado tiempo. Porque todos llevamos dentro una parte suya, el deseo de ser vistos y el miedo de no ser comprendidos.

 

Quizá por eso su historia no termina.

Porque Medusa no fue la mujer que petrificaba, sino la que se negó a bajar la mirada. La historia la llamó monstruo, porque aún no sabía nombrar a una mujer que convirtió su condena injusta en libertad.


Y desde entonces, cada vez que alguna alza la vista sin miedo, algo de ella vuelve a mirar el mundo.

 
 
 

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