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Mi tiempo no funciona como el de los demás humanos

  • ginamoronaraujo
  • 25 jul
  • 2 Min. de lectura

Le erigimos altares invisibles, efemérides, calendarios colgados como talismanes contra el olvido. Lo vestimos de sentido, de historia, de narrativa, como si necesitáramos darle forma para no sucumbir a su indiferencia.


Porque el mayor miedo no es que el tiempo acabe, sino que nunca haya tenido un propósito.


Hay mañanas en que sentimos que todo comienza y noches en que todo se derrumba sin previo aviso. Lo llamamos progreso, pero es solo desgaste con dirección arbitraria. Le decimos madurez al cansancio de esperar que algo vuelva a ser como antes. Y lo aceptamos, porque nos han enseñado que el tiempo todo lo arregla, todo lo cura, cuando en realidad es uno quien, a fuerza de agotamiento, decide rendirse ante la evidencia.


Pero no todos vivimos el tiempo igual. Los relojes en las casas de otras personas me hacen estornudar. No es metáfora, es alergia a los ritmos que no me pertenecen, a las agendas que crujen como madera vieja, a los horarios que me exigen sincronía sin preguntarme si quiero participar. Hay cuerpos que no se adaptan al tic-tac impuesto, que laten con otras cadencias, que no quieren llegar a ningún lado si el precio es disfrazarse de puntualidad.


El tiempo no cicatriza, no ordena, no ofrece consuelo. Solo permite que la memoria se deforme lo suficiente para que lo insoportable deje de doler del mismo modo. Y eso lo confundimos con alivio. Nos volvemos expertos en evadir los instantes que pesan, acumuladores de nostalgias edulcoradas, restauradores de momentos que nunca fueron tan puros como los recordamos. Porque mirar atrás es más fácil que admitir que el futuro tampoco promete justicia.


Y mientras unos corren para no quedarse atrás, otros preferimos detenernos para no perdernos de nosotros mismos. Porque no todo trayecto es movimiento, ni todo movimiento implica evolución. A veces, quedarse quieto es la única manera honesta de avanzar.


El tiempo, ese dios inmóvil, jamás se acerca, pero tampoco huye. Solo está. Inalterable. Y mientras tanto, nosotros construimos ritos para apaciguar la angustia. Celebrar años, llorar aniversarios, esperar fines de semana como si fueran redenciones mínimas. Somos los únicos seres que convierten el paso en calendario, el calendario en símbolo, el símbolo en esperanza.

Y quizá ahí radica lo más patético y hermoso de nuestra condición, en querer tallar sentido en una piedra que no se deja esculpir. En seguir marcando los días con tachones y rezos, con listas y promesas, como si todo eso pudiera engañar al reloj. Como si el tiempo, en un gesto improbable, fuera a mirar atrás y darnos otra oportunidad.


Pero no. Yo solo estornudo.

Como quien intuye que algo no encaja.

Como quien no se adapta a la atmósfera exacta de lo ajeno.

Mi tiempo no funciona como el de los demás humanos.

 
 
 

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